Roja. A mi alrededor, toda la arena era roja, como si alguien hubiera tomado
toda la arcilla de la galaxia y la hubiera convertido en ese polvito.
Dí otro paso, mi bota se hundió ligeramente en la arena. El cielo estaba
despejado e invitaba a respirar su aire fresco, y sin embargo, una sola bocanada
de ese aire me podía matar. El planeta Dvimukha tenía una temperatura similar a
la Tierra, pero su atmósfera contiene gases que serían tóxicos para toda vida
humana, por eso los astronautas tenemos que usar trajes espaciales.
Detrás de mí, me seguía el androide LC-81, a un paso lento pero consistente.
Consulté mi reloj. Eran las doce y media de la noche, y el sol seguía en lo alto. En
Dvimukha, medio planeta siempre experimenta el día, y en el otro siempre es de
noche. A eso lo llamamos “acoplamiento de marea”.
—¿A cuánto estamos del búnker? —le pregunté a mi androide.
—Doce kilómetros más al oeste —respondió LC-81.
Mi pequeña tripulación y yo habíamos arribado meses antes a Dvimukha con
el propósito de explorar la región y recabar datos para la Universidad Carl Sagan
de Marte. En otra época hubiera sido un descubrimiento sin precedentes: un
planeta nuevo, una atmósfera templada, y vida alienígena. Pero entre tantos
mundos que habíamos colonizado, y tantas especies que documentamos,
Dvimukha era solo una roca colorida sin vida inteligente.
Después de una hora más de caminata paramos a tomar un descanso a la
sombra de una roca. No podía sacarme el casco para tomar agua, así que me
conformé con recuperar el aliento y agarrar fuerte mi escopeta entre mis manos.
Como dije antes, no hay aliens inteligentes en Dvimukha, pero eso no significa
que la fauna local sea inofensiva. Tras unos minutos me forcé a pararme y seguir
mi camino. Cuanto antes termine esto mejor. Nuestra aeronave se había roto, y
faltaban dos meses terrícolas para que llegara la próxima nave con suministros y
repuestos. Sin esa aeronave, la tripulación no podría ir a la estratósfera para
realizar el mantenimiento de los satélites y viajar de una base a otra tomaría
semanas. Por eso estaba afuera, en el desierto, con LC-81. Tenía que llegar a un
viejo búnker abandonado para tomar los componentes que nos faltaban para
arreglar la aeronave.
—El búnker ya debería ser visible —anunció LC-81 con su voz metálica.
Me puse los binoculares frente a los ojos. Estaba ahí, un pequeño pórtico a la
sombra de una duna colorada.
Pero había algo más, entre el búnker y nosotros. Tres figuras, parecidas a
nubes, flotaban perezosamente. Eran translúcidas, de la “cabeza” les colgaban
largos tentáculos que rozaban la arena rica en hierro.
—Medusas flotantes —murmuré.
A Lena, la xenobióloga del equipo, le hubiera encantado estar ahí. Las
medusas flotantes son nativas del lado oscuro de Dvimukha. Verlas en el lado
diurno era como ver un oso polar en la jungla. Sin embargo, yo soy solo un
cartógrafo; mi única preocupación era cómo llegar al búnker. Sabíamos poco de
esas criaturas, salvo que eran carnívoros oportunistas que se alimentaban de lo
que pudieran atrapar con sus tentáculos. No podía sencillamente caminar hasta
el búnker.
Volví a mirar con los binoculares, analizando mis posibilidades. Tal vez podía
rodear a las medusas… no, el búnker tenía una sola puerta. Tenía que entrar por
ahí sí o sí.
LC-81 permanecía quieto a mi lado. Los engranajes en su sien férrea giraban
mientras registraba toda la información que podía de las medusas voladoras.
—No son oportunistas —dijo finalmente.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Cómo lo sabés?
Señaló a las medusas.
—Giran en círculos revolviendo la arena, como si buscaran algo.
Miré otra vez. El androide tenía razón. Estaban cazando.
—¿Alguna firma de calor debajo de la arena?
—Incierto. Podría ser solo una roca calentada por el sol —LC-81 inclinó la
cabeza—. O podría ser un makhlab al-raml.
Los makhlab al-raml, o “garra de la arena”, son como cangrejos enormes,
salvo que nadan entre las dunas, en lugar del agua. Sus pinzas tienen la
suficiente fuerza para atrapar una nave espacial. El solo hecho de que las
medusas flotantes coman eso… Me sigue dando escalofríos hasta el día de hoy.
Me detuve a contemplar la escena a la distancia. Las medusas levantaban una
nube de arena con sus tentáculos. Era tan espesa que apenas podía distinguir
algo con claridad. Qué raro…
—¿En qué pensás? —preguntó LC-81.
—Una idea —respondí.
◈
Disparé con mi rifle y me lancé a correr. La baliza que disparé estaba cubierta
del atún enlatado que llevaba en mi mochila, haciéndola brillante y sabrosa. Casi
al instante se alzó de entre las dunas rojas un bestial cangrejo. Era más grande
que una casa. Qué digo, ¡era más grande que una nave espacial entera!
Las medusas se apresuraron tras el cangrejo, LC-81 y yo corrimos tan rápido
como nuestras piernas nos lo permitieron. Llegué primero al búnker y me
arrodillé junto a la puerta.
—¡Rápido! —lo apuré a LC-81. A nuestro alrededor, el suelo temblaba mientras
los aliens gigantes peleaban a doscientos metros de nosotros. Recé para que nos
ignoren por nuestra pequeñez.
Tan pronto como él arribó, él apoyó sus manos metálicas sobre la puerta,
como si quisiera empujarla. Desde algún lugar en sus entrañas, miles de
engranajes y dinamos diminutos se activaron, generando una descarga eléctrica
que dejó frita la cerradura de la puerta. Se abrió de par en par. Frente a nosotros
solo había una escalera que descendía hacia las oscuras entrañas de Dvimukha.
Iluminados únicamente por mi linterna, descendimos mientras los temblores
de la pelea se volvían distantes, y más distantes, y más distantes… y luego
silencio. A mi lado, LC-81 activó el interruptor de luz, revelando hileras de mesas
llenas de papeles, comida podrida, chatarra y fósiles de fauna alienígena.
—Sería mejor que no te saques el casco —dijo LC-81—. Detecto una fuga de
gas.
Suspiré. Nunca me voy a librar de estos molestos trajes espaciales.
Se oyó un temblor. Las medusas y el makhlab al-raml estaban sobre nosotros.
Envié a LC-81 a buscar los componentes para la aeronave mientras preparaba
nuestro método de salida.
Tras unos minutos yo estaba listo y el androide volvía con cilindros,
suspensiones y un carburador. Los metió en mi mochila. ¡Dios, cuánto pesaban!
Apreté los dientes mientras ataba una soga alrededor de mi cintura y la de
LC-81, después nos formamos junto a la puerta. Otro estruendo sacudió el
búnker. Miré la hora. Solo faltaba esperar unos segundos más.
—¡Ahora! —grité, y abrimos la puerta.
Nos envolvió una tormenta de polvo amarillo.
Para escapar del inclemente sol, las plantas del lado diurno viven bajo la
arena. Todos los días, a la misma hora, se abren paso a la superficie y abren sus
flores. El resultado es una nube de polen que inunda grandes porciones del
desierto por horas. Entre aquel caos, ni el makhlab al-raml ni las medusas
podían vernos. Lo malo es que nosotros tampoco.
Mi única opción era seguir mi brújula y rezar para no cruzarnos con ningún
alien. Al principio escuchaba los sonidos de la pelea, pero tras unos momentos
las cosas se calmaron. Solo se oía el aullido del viento.
Nuestra suerte no duró.
Proveniente de la nada amarilla, una pata de cangrejo colosal pisó entre
nosotros y cortó la soga que nos unía. La misma pata me lanzó volando varios
metros hasta caer de cara en la arena.
—…Pierna izq… stá fall… do —la voz de LC-81 era arrastrada por el viento.
Maldije. No podía ver nada pero si escuchar su voz. Comprobé que, en efecto,
tenía todos los componentes de la aeronave y procedí a arrastrarme a gatas.
—¡No te cierres la boca! —le ordené—. ¡Necesito seguir tu voz!
LC-81 comenzó a monologar sobre las propiedades del zinc. Sonaba
demasiado calmado para la situación. “Obviamente va a estar tan tranquilo”
pensé. “Es una máquina. No puede asustarse”.
Lo encontré tirado en el suelo. Ahogué un grito. El makhlab al-raml le había
arrancado una pierna. Lo agarré por el cuello y lo arrastré lo más rápido que
pude. De repente una pinza del cangrejo gigante ascendió de las profundidades
de la arena. Mi corazón se paralizó por una décima de segundo. Quise disparar
con mi rifle pero fallé. La pinza simplemente se hundió tan rápido como vino.
Silencio. Los cielos empezaban a despejarse. El polen se fue, disperso en el
aire. No había rastro del cangrejo, las medusas y el búnker. Solo estábamos el
androide y yo, entre cielos turquesas y dunas rojas.
—Sobrevivimos —dije con un hilo de voz.
—Afirmativo —coincidió LC-81—. Ahora vamos a casa.